Colaboración de: Nora Méndez, directora de Fundación Aliat de Aliat Universidades
La pandemia provocada por la COVID-19 ha dejado al descubierto las capacidades para responder a la crisis de los sistemas de protección social de los diferentes países.
En primera instancia, en la aptitud de sus sistemas de salud para la atención de los enfermos, pero también en la existencia -o no- de estructuras institucionales que permitieran una pronta respuesta a la pérdida de fuentes de ingreso de sus habitantes, activando medidas como seguros de desempleo o transferencias de recursos que favorecieran la permanencia de la gente en sus hogares.
Los sistemas de seguridad o protección social son considerados el principal instrumento con el que cuentan las naciones para reducir las desigualdes y brindar protección a su población. Integran el conjunto de acciones sociales -contributivas, como la seguridad social, y no contributivas, como la asistencia social- con las cuales el Estado contribuye al bienestar y desarrollo de los integrantes de la sociedad.
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La inclusión y alcances de servicios como lo son los de salud, estancias infantiles, seguros de desempleo, invalidez y accidentes, así como pensiones y cuidado para los adultos mayores, varían considerablemente de país a país, dependiendo, por una parte, de los recursos públicos disponibles, pero también, por la otra, de la mera concepción de los gobernantes de su responsabilidad frente a estos temas.
De acuerdo con la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), el Estado debe ser el principal garante del pleno ejercicio de los derechos económicos y sociales de su población, y de igual manera debe apoyarse en tres actores fundamentales: el mercado, las organizaciones sociales y la familia.
Sin embargo, en las últimas décadas, ante las fallas del primero y una aparente abdicación de muchos Estados de su responsabilidad frente a los ciudadanos, las organizaciones sociales han extendido su labor, abarcando temas que han quedado prácticamente desprotegidos por los gobiernos.
Aún con ello, de estos actores, la familia parece haber llevado la peor parte reabsorbiendo, sin contar con los recursos necesarios, una serie de funciones de subsidio, protección y cuidado que antes proveía el Estado, con serias repercusiones en las dinámicas familiares, en las que se sobrecarga especialmente a las mujeres.
En el contexto de la crisis actual en México, han sido hasta ahora las familias quienes mayormente han servido como amortiguador para evitar que colapse fatalmente el sistema de salud, sirviendo como primera línea de contención y cuidado de los enfermos, pero también para arropar a los miembros que se han quedado sin ingresos, apoyadas en algunos casos por organizaciones sociales que han logrado movilizar recursos para ello.
Y no, no es algo para presumir. En México, la COVID-19 vino a confirmar la existencia de un sistema de protección social fragmentado, precarizado, desmantelado, cuyo sistema de salud no ha logrado, siquiera, proveer a muchos de sus propios prestadores de servicios de la más elemental protección para realizar su labor.
Y no, tampoco es nuevo. El deterioro y falta de una política social integral data ya de décadas, con los consecuentes altísimos niveles de pobreza y desigualdad que hoy nos colocan en una crisis de dimensiones mucho más grandes de lo que hubiera podido ser, de haber contado con las instituciones y mecanismos para responder a ella.
Es urgente implementar medidas inmediatas que protejan a los más vulnerables, en las que el Estado reivindique su responsabilidad ante sus gobernados, pero que entrelace también, de manera inteligente y consensuada, la aportación de actores sociales y privados. La magnitud del problema exige superar mezquindades y recelos.
En el mismo sentido, es también inaplazable preservar de manera conjunta las fuentes de ingreso, que son las que permiten a las y los jefes de familia proveer de lo necesario a los suyos, más allá de transferencias inmediatas.
Pero también, es fundamental entender que es necesario iniciar ya la construcción de un sistema de protección social universal, que garantice lo básico y permita ir incorporando crecientemente nuevas prestaciones, descargando a las familias de obligaciones que trascienden sus capacidades.
La familia, cualquiera que sea su conformación es, sí, la institución social más importante, pero no debe, ni puede, sustituir al Estado en su responsabilidad de garantizar el ejercicio pleno de los derechos de su población.
*Comunicado de prensa
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